lunes, 8 de julio de 2013

Egipto: las masas populares en las calles

La situación en Egipto sigue al rojo vivo. Las multitudes movilizadas en contra y a favor del gobierno del islamista Mohamed Mursi, derrocado por un golpe militar el 3 de julio, siguen en las calles. En 2011 con la caída de Mubarak se abrió una situación revolucionaria. Ahora, ¿hacia dónde va el proceso?


Fue la inmensa movilización popular del domingo 30 de junio y de los días previos contra el gobierno islamista de Mohamed Mursi la que abrió paso a su derrocamiento por un golpe militar el 3 de julio. 

Millones de personas ganaron las avenidas de el Cairo y los puentes sobre el río Nilo y volvieron a ocupar la histórica Plaza Tahrir (“Revolución”); unos 22 millones —incluidos numerosos obreros industriales que vienen protagonizando intensas luchas desde los últimos tiempos de la dictadura de Hosni Mubarak— habían firmado el reclamo de renuncia de Mursi impulsado por la organización juvenil Tamarud (“Rebelión”) por el incumplimiento del programa revolucionario y democrático del 25 de enero de 2011 y contra las políticas antipopulares y sectarias del gobierno islamista. La plataforma de Tamarud enuncia demandas sociales y democráticas; según el diario francés Le Monde se trata de “jóvenes revolucionarios de izquierda” que, decepcionados por la inoperancia de los partidos políticos, capitalizaron por esa vía el descontento popular.

Los altos mandos del Ejército, con apoyo de los partidos burgueses liberales e incluso de algunos islámicos, destituyeron a Mursi —representante de los Hermanos Musulmanes— triunfador en las presidenciales de hace apenas un año, y anunciaron una “hoja de ruta” que se inició con la designación como presidente provisional del jefe del Tribunal Constitucional Adli Mansur. 

El período de transición, con un “Gobierno de unidad nacional” constituido por las fuerzas que apoyaron el movimiento, desembocaría en nuevas elecciones parlamentarias y presidenciales. Mansur ordenó la detención de los principales dirigentes islamistas, suspendió la Constitución de corte confesional, y disolvió la Cámara alta del Parlamento en la que predominaban los grupos islámicos. La Constitución había sido aprobada en diciembre por las urnas y con un 64% de los votos, pero con apenas un 35% de participación; ese fue uno de los motivos que, junto a la profunda crisis económica, reavivaron las protestas populares a principios de año.

Tres crisis: económica, social y política

La crisis económica mundial, y especialmente la europea, golpea duramente a Egipto. Cortes de luz y de agua, escasez de nafta, inflación y desabastecimiento son moneda corriente. Los préstamos de Qatar y Arabia Saudita apenas mantienen a flote una economía endeudada y en recesión. Las quiebras fabriles se multiplicaron en el último año: cunde la desocupación, especialmente entre los jóvenes.

Pero también se multiplican las luchas obreras, que en el año de la presidencia de Mursi sumaron más de 3 mil. El gobierno islamista no cesó sino que redobló la represión y la persecución a los dirigentes sindicales independientes. Aunque se expandió y consolidó la creación y coordinación de sindicatos independientes del Estado, el gobierno de los Hermanos Musulmanes mantuvo la ley sindical antiobrera de Mubarak.

Oleaje revolucionario: segundo round

Todo transcurre sobre el telón de fondo de una impresionante efervescencia popular, que retoma los vientos del gigantesco movimiento revolucionario que volteó al dictador proyanqui Mubarak en enero de 2011, y con un país profundamente fisurado por divisorias políticas e ideológico-religiosas que podrían llevar a Egipto a una guerra civil.

Los Hermanos Musulmanes transformaron el “viernes de rechazo” al golpe militar y por la restitución de Mursi en una jornada violenta. Los enfrentamientos del 5 de julio en ciudades como Alejandría, Luxor y Damanhur entre militantes islamistas y grupos partidarios del derrocamiento de Mursi —no islamistas, activistas revolucionarios, y otros favorables a la intervención del Ejército— provocaron decenas de muertos y centenares de heridos. El domingo 7 volvieron a producirse choques.

La Federación Egipcia de Sindicatos Independientes (FESI), uno de los agrupamientos sindicales que protagonizaron la lucha antidictatorial contra Mubarak y ahora el movimiento que destituyó a Mursi, consideró que “estamos en vísperas de una nueva revolución popular”. Los trabajadores de los grandes centros industriales ubicados en el delta del Nilo en el norte del país, y principalmente los del complejo fabril de la Compañía Misr de Hilados y Tejidos de Mahalla que congrega a 22.000 obreros (el 20% de los trabajadores de la industria egipcia) fueron promotores y partícipes de las multitudinarias concentraciones de esos días. En abril de 2008, la brutal represión mubarakista a la lucha obrera de Mahalla fue el origen del Movimiento 6 de Abril, uno de los grandes afluentes del movimiento que derrocó a Mubarak en 2011. En julio del año pasado, el propi Mursi debió recibir a los delegados del complejo y hacer concesiones para que levantaran la huelga que llevaban a cabo.

La “transición” tutelada por los militares tiene lugar sobre un mar popular agitado nuevamente por un fuerte oleaje revolucionario. En su primera etapa ese oleaje logró derrocar la sangrienta tiranía de Mubarak respaldada por el imperialismo yanqui; ahora, en la segunda, volteó al régimen islamista con el que Obama y el FMI habían establecido acuerdos económicos y políticos intentando atemperar ese oleaje y volver a llevar el río revuelto de las “primaveras árabes” a un remanso electoral y reformista.

¿Revolución, guerra civil, nuevo remanso electoral...?

Para el pueblo egipcio movilizado, y especialmente para su clase obrera, el panorama es sumamente complejo. El presidente islamista Mursi había ganado las elecciones un año atrás con más del 50% de los votos, pero no cumplió ni tenía ninguna intención de cumplir el programa democrático y reivindicativo de las masas que habían derrocado la tiranía proyanqui de Mubarak. Por eso, y por su política de endeudamiento y ajuste acordada con el FMI, la bronca popular contra Mursi fue en aumento. Pero lo sostienen los Hermanos Musulmanes, una organización que había sido prohibida y perseguida por la dictadura mubarakista: los islamistas fueron parte del heterogéneo frente antidictatorial que luchó contra Mubarak, y bajo la dictadura de éste hicieron un intenso trabajo asistencialista que les granjeó la simpatía de parte significativa de los sectores populares. Este es uno de los factores detrás de la profunda división que padece el pueblo egipcio.

Otro es el papel del imperialismo yanqui. Washington fue el principal respaldo de la tiranía de Mubarak, pero en medio de las rebeliones de la “primavera árabe” le soltó la mano y buscó incidir en la transición y en el proceso electoral que siguió a su derrocamiento para mantener sus posiciones económicas y estratégicas en el país y, especialmente, su influencia en el Ejército. Hizo acuerdos con el islamista Mursi, promovió el otorgamiento de una “ayuda” financiera a su gobierno acosado por la crisis, y usó como medio de chantaje los 1.300 millones de dólares que anualmente le pasa a la jefatura del Ejército, supuestamente para armas y equipamiento. Ahora vuelve a utilizar ese chantaje para condicionar la nueva transición pos-Mursi. Y opera sobre los rumbos de la burguesía egipcia: Mohamed El-Baradei, ex director del organismo de control nuclear de la ONU, y Amr Mussa, ex canciller de Mubarak y ex dirigente de la Liga Árabe, parecen ser las cartas que los yanquis barajan para asegurarse “una transición ordenada”, es decir que no altere esencialmente la gravitación de Washington en Egipto y Medio Oriente en general.

El Ejército volvió a ser protagonista, y vuelve a ser un interrogante. Ya lo había sido en el capítulo final de la dictadura de Mubarak, a quien la institución militar había sostenido durante 30 años. El Ejército en Egipto goza de innumerables privilegios económicos y políticos; se apoya en el prestigio popular que le dio la corriente nacionalista que, encabezada por Gamal Nasser, derrocó la monarquía y estableció la república a principios de los ’50. Hoy, y pese a que a lo largo de los últimos 40 años esa corriente nacionalista fue “trabajada” por distintos imperialismos —especialmente por la URSS en los ’70 y ’80 y por los yanquis desde los ’90—, el Ejército todavía cuenta con ese prestigio en parte importante de las masas populares, que saludaron la caída de Mursi como una “liberación”.

Las fuerzas armadas egipcias son un protagonista central de la política en el país desde su independencia en 1922 y especialmente desde el golpe nacionalista de Nasser en 1953. Tienen empresas y bancos, y constituyen “un Estado dentro del Estado”. Aunque Mursi desplazó a parte de la trenza militar proyanqui, otra parte mantiene viejos vínculos —empezando por su actual comandante Abdel Fatah al-Sisi, ministro de Defensa y jefe de la Inteligencia militar—. Y si bien es cierto que la masividad de las protestas volvió a impactar entre los soldados y oficiales y muchos manifestantes corearon otra vez “¡El pueblo y el ejército son una sola mano!”, no hay que olvidar que las fuerzas armadas son la columna vertebral de todo estado y el instrumento de última instancia de las clases dominantes, y que sobre la oficialidad de los países dependientes “trabajan” todos los imperialismos. Si la situación de indefinición se prolonga o desemboca en luchas civiles algunos mandos podrían —con auspicio imperialista— usar el verticalismo militar para desencadenar un baño de sangre.


No sabemos si existe en Egipto una fuerza política arraigada en la clase obrera y capaz de encabezar y unir alrededor de ella a todos los sectores populares y timonear la nueva vuelta de auge popular en medio de cursos tan complejos. Habrá que ver, especialmente, si la irrupción del proletariado egipcio con un grado superior de protagonismo y organización en medio de esta segunda y gigantesca pueblada le imprime a la rebelión perspectivas revolucionarias.