La
situación en Egipto sigue al rojo vivo. Las multitudes movilizadas en contra y
a favor del gobierno del islamista Mohamed Mursi, derrocado por un golpe militar
el 3 de julio, siguen en las calles. En 2011 con la caída de Mubarak se abrió una situación revolucionaria. Ahora, ¿hacia dónde va el proceso?
Fue la inmensa movilización
popular del domingo 30 de junio y de los días previos contra el gobierno
islamista de Mohamed Mursi la que abrió paso a su derrocamiento por un golpe
militar el 3 de julio.
Millones de personas ganaron las avenidas de el Cairo y
los puentes sobre el río Nilo y volvieron a ocupar la histórica Plaza Tahrir
(“Revolución”); unos 22 millones —incluidos numerosos obreros industriales que
vienen protagonizando intensas luchas desde los últimos tiempos de la dictadura
de Hosni Mubarak— habían firmado el reclamo de renuncia de Mursi impulsado por
la organización juvenil Tamarud
(“Rebelión”) por el incumplimiento del programa revolucionario y democrático del
25 de enero de 2011 y contra las políticas antipopulares y sectarias del
gobierno islamista. La plataforma de Tamarud
enuncia demandas sociales y democráticas; según el diario francés Le Monde se trata de “jóvenes
revolucionarios de izquierda” que, decepcionados por la inoperancia de los
partidos políticos, capitalizaron por esa vía el descontento popular.
Los altos mandos del Ejército, con
apoyo de los partidos burgueses liberales e incluso de algunos islámicos, destituyeron
a Mursi —representante de los Hermanos Musulmanes— triunfador en las
presidenciales de hace apenas un año, y anunciaron una “hoja de ruta” que se
inició con la designación como presidente provisional del jefe del Tribunal
Constitucional Adli Mansur.
El período de transición, con un “Gobierno de
unidad nacional” constituido por las fuerzas que apoyaron el movimiento,
desembocaría en nuevas elecciones parlamentarias y presidenciales. Mansur
ordenó la detención de los principales dirigentes islamistas, suspendió la
Constitución de corte confesional, y disolvió la Cámara alta del Parlamento en
la que predominaban los grupos islámicos. La Constitución había sido aprobada
en diciembre por las urnas y con un 64% de los votos, pero con apenas un 35% de
participación; ese fue uno de los motivos que, junto a la profunda crisis
económica, reavivaron las protestas populares a principios de año.
Tres
crisis: económica, social y política
La crisis económica mundial, y especialmente
la europea, golpea duramente a Egipto. Cortes de luz y de agua, escasez de nafta,
inflación y desabastecimiento son moneda corriente. Los préstamos de Qatar y
Arabia Saudita apenas mantienen a flote una economía endeudada y en recesión.
Las quiebras fabriles se multiplicaron en el último año: cunde la desocupación,
especialmente entre los jóvenes.
Pero también se multiplican las
luchas obreras, que en el año de la presidencia de Mursi sumaron más de 3 mil. El
gobierno islamista no cesó sino que redobló la represión y la persecución a los
dirigentes sindicales independientes. Aunque se expandió y consolidó la
creación y coordinación de sindicatos independientes del Estado, el gobierno de
los Hermanos Musulmanes mantuvo la ley sindical antiobrera de Mubarak.
Oleaje
revolucionario: segundo round
Todo transcurre sobre el telón de
fondo de una impresionante efervescencia popular, que retoma los vientos del gigantesco
movimiento revolucionario que volteó al dictador proyanqui Mubarak en enero de
2011, y con un país profundamente fisurado por divisorias políticas e
ideológico-religiosas que podrían llevar a Egipto a una guerra civil.
Los Hermanos Musulmanes
transformaron el “viernes de rechazo” al golpe militar y por la restitución de
Mursi en una jornada violenta. Los enfrentamientos del 5 de julio en ciudades como
Alejandría, Luxor y Damanhur entre militantes islamistas y grupos partidarios
del derrocamiento de Mursi —no islamistas, activistas revolucionarios, y otros
favorables a la intervención del Ejército— provocaron decenas de muertos y
centenares de heridos. El domingo 7 volvieron a producirse choques.
La Federación Egipcia de
Sindicatos Independientes (FESI), uno de los agrupamientos sindicales que
protagonizaron la lucha antidictatorial contra Mubarak y ahora el movimiento
que destituyó a Mursi, consideró que “estamos en vísperas de una nueva
revolución popular”. Los trabajadores de los grandes centros industriales
ubicados en el delta del Nilo en el norte del país, y principalmente los del
complejo fabril de la Compañía Misr de Hilados y Tejidos de Mahalla que
congrega a 22.000 obreros (el 20% de los trabajadores de la industria egipcia)
fueron promotores y partícipes de las multitudinarias concentraciones de esos
días. En abril de 2008, la brutal represión mubarakista a la lucha obrera de
Mahalla fue el origen del Movimiento 6 de Abril, uno de los grandes afluentes
del movimiento que derrocó a Mubarak en 2011. En julio del año pasado, el propi
Mursi debió recibir a los delegados del complejo y hacer concesiones para que
levantaran la huelga que llevaban a cabo.
La “transición” tutelada por los
militares tiene lugar sobre un mar popular agitado nuevamente por un fuerte
oleaje revolucionario. En su primera etapa ese oleaje logró derrocar la
sangrienta tiranía de Mubarak respaldada por el imperialismo yanqui; ahora, en
la segunda, volteó al régimen islamista con el que Obama y el FMI habían establecido
acuerdos económicos y políticos intentando atemperar ese oleaje y volver a
llevar el río revuelto de las “primaveras árabes” a un remanso electoral y
reformista.
¿Revolución,
guerra civil, nuevo remanso electoral...?
Para el pueblo egipcio
movilizado, y especialmente para su clase obrera, el panorama es sumamente
complejo. El presidente islamista Mursi había ganado las elecciones un año
atrás con más del 50% de los votos, pero no cumplió ni tenía ninguna intención
de cumplir el programa democrático y reivindicativo de las masas que habían
derrocado la tiranía proyanqui de Mubarak. Por eso, y por su política de
endeudamiento y ajuste acordada con el FMI, la bronca popular contra Mursi fue
en aumento. Pero lo sostienen los Hermanos Musulmanes, una organización que
había sido prohibida y perseguida por la dictadura mubarakista: los islamistas
fueron parte del heterogéneo frente antidictatorial que luchó contra Mubarak, y
bajo la dictadura de éste hicieron un intenso trabajo asistencialista que les
granjeó la simpatía de parte significativa de los sectores populares. Este es
uno de los factores detrás de la profunda división que padece el pueblo
egipcio.
Otro es el papel del imperialismo yanqui. Washington fue el
principal respaldo de la tiranía de Mubarak, pero en medio de las rebeliones de
la “primavera árabe” le soltó la mano y buscó incidir en la transición y en el
proceso electoral que siguió a su derrocamiento para mantener sus posiciones
económicas y estratégicas en el país y, especialmente, su influencia en el
Ejército. Hizo acuerdos con el islamista Mursi, promovió el otorgamiento de una
“ayuda” financiera a su gobierno acosado por la crisis, y usó como medio de
chantaje los 1.300 millones de dólares que anualmente le pasa a la jefatura del
Ejército, supuestamente para armas y equipamiento. Ahora vuelve a utilizar ese
chantaje para condicionar la nueva transición pos-Mursi. Y opera sobre los
rumbos de la burguesía egipcia: Mohamed El-Baradei, ex director del organismo
de control nuclear de la ONU, y Amr Mussa, ex canciller de Mubarak y ex
dirigente de la Liga Árabe, parecen ser las cartas que los yanquis barajan para
asegurarse “una transición ordenada”, es decir que no altere esencialmente la
gravitación de Washington en Egipto y Medio Oriente en general.
El Ejército volvió a ser protagonista, y vuelve a ser un interrogante.
Ya lo había sido en el capítulo final de la dictadura de Mubarak, a quien la
institución militar había sostenido durante 30 años. El Ejército en Egipto goza
de innumerables privilegios económicos y políticos; se apoya en el prestigio
popular que le dio la corriente nacionalista que, encabezada por Gamal Nasser,
derrocó la monarquía y estableció la república a principios de los ’50. Hoy, y
pese a que a lo largo de los últimos 40 años esa corriente nacionalista fue
“trabajada” por distintos imperialismos —especialmente por la URSS en los ’70 y
’80 y por los yanquis desde los ’90—, el Ejército todavía cuenta con ese
prestigio en parte importante de las masas populares, que saludaron la caída de
Mursi como una “liberación”.
Las fuerzas armadas egipcias son
un protagonista central de la política en el país desde su independencia en
1922 y especialmente desde el golpe nacionalista de Nasser en 1953. Tienen
empresas y bancos, y constituyen “un Estado dentro del Estado”. Aunque Mursi
desplazó a parte de la trenza militar proyanqui, otra parte mantiene viejos
vínculos —empezando por su actual comandante Abdel Fatah al-Sisi, ministro de
Defensa y jefe de la Inteligencia militar—. Y si bien es cierto que la
masividad de las protestas volvió a impactar entre los soldados y oficiales y
muchos manifestantes corearon otra vez “¡El pueblo y el ejército son una sola
mano!”, no hay que olvidar que las fuerzas armadas son la columna vertebral de
todo estado y el instrumento de última instancia de las clases dominantes, y
que sobre la oficialidad de los países dependientes “trabajan” todos los
imperialismos. Si la situación de indefinición se prolonga o desemboca en
luchas civiles algunos mandos podrían —con auspicio imperialista— usar el
verticalismo militar para desencadenar un baño de sangre.
No
sabemos si existe en Egipto una fuerza política arraigada en la clase obrera y
capaz de encabezar y unir alrededor de ella a todos los sectores populares y
timonear la nueva vuelta de auge popular en medio de cursos tan complejos.
Habrá que ver, especialmente, si la irrupción del proletariado egipcio con un
grado superior de protagonismo y organización en medio de esta segunda y
gigantesca pueblada le imprime a la rebelión perspectivas revolucionarias.