Las plazas de El Cairo y de otras grandes ciudades egipcias siguen siendo un hervidero. Lo que se unió en las calles contra la brutal dictadura proyanqui de Hosni Mubarak y la volteó en febrero de 2011, lo dividió el triunfo electoral del islamista Mohamed Mursi, derrocado este 3 de julio por un golpe militar sobre el trasfondo de una inmensa movilización de masas.
En 2011, los jóvenes del Movimiento 6 de Abril, sectores de la burguesía liberal y diversas expresiones del islamismo religioso combatieron heroicamente contra la represión mubarakista y lograron que sectores de soldados y de la oficialidad joven del Ejército se apartaran de sus mandos y confraternizaran con los revolucionarios. Obreros de distintos centros industriales —principalmente los del gran complejo textil de Mahalla el-Kubra, sobre el delta del Nilo en el norte de Egipto— tuvieron una participación decisiva en el movimiento democrático que echó a Mubarak. Finalmente el Ejército, con los mismos altos mandos que habían sostenido la dictadura durante 30 años, lograron timonear el proceso y hacerlo desembocar en elecciones con condicionamientos y con candidatos previamente filtrados por los mismos mandos militares.
Muchos de aquellos jóvenes revolucionarios votaron por el islámico Mursi porque el otro candidato, Ahmed Shafik, venía de las entrañas de la tiranía mubarakista. Al año apenas, decepcionados por las políticas sectarias y entreguistas de Mursi, y acosados por la crisis económica, los cortes de luz y de agua, la inflación y la desocupación, debieron ganar nuevamente las calles para reivindicar los principios de la Plaza Tahrir, los de la rebelión de febrero de 2011, y reclamar la renuncia de Mursi para impedir su rumbo re-islamizador y subordinado a los imperialismos occidentales.
Ahora el Ejército —que desde los tiempos de Mubarak goza de innumerables privilegios y prebendas, posee empresas y recibe 1.300 millones de dólares anuales de Washington— volvió a tomar la batuta: con centenares de miles en las calles reclamando la renuncia, destituyó y encarceló a Mursi y a otros dirigentes islámicos y designó para la “transición” a un gobierno provisional encabezado por juristas y ex funcionarios provenientes de la burguesía liberal y de grupos islamistas ligados al imperialismo yanqui y a los europeos.
Aunque una parte de las masas populares aplaudió la intervención militar, difícilmente el Ejército pueda constituirse en un factor de unidad nacional antiimperialista y democrática; y menos después de la matanza de más de 50 activistas islámicos que protestaban contra el derrocamiento de Mursi.
Todo esto acentuó la división popular. La Hermandad Musulmana desconoce al gobierno de “transición” y moviliza a sus partidarios para la resistencia. Lo que presagia nuevos choques sangrientos y pone al país al borde de una guerra civil.
Sólo la clase obrera egipcia, que en los últimos años de la tiranía mubarakista había desarrollado grandes experiencias de lucha y de organización sindical independiente, podría volver a unir con un amplio programa popular y revolucionario lo que hoy está partido (y que los imperialistas principalmente yanquis y las fuerzas burguesas trabajan para impedir que se una).
Para ello necesita unirse primero ella misma, desarrollando procesos organizativos de avanzada como el de los obreros de Mahalla contra Mubarak, y también experiencias “autogestionarias” como las desarrolladas el año anterior en Port Said (sobre el Mediterráneo, en la boca del Canal de Suez) durante la lucha contra el gobierno de Mursi.