José de San Martín fue uno de los líderes imprescindibles en la guerra de independencia contra la corona española hace 200 años. Su meritorio lugar en nuestra historia no le debe nada a los bronces oficiales. Realmente él no vaciló donde otros muchos sí lo hicieron. Bastante después de definida la lucha, la oligarquía argentina lo “canonizó” pero, de paso, buscó ocultar su propio papel vacilante y mezquino. Porque, recordemos, que en medio de la lucha le retiró o retaceó su apoyo numerosas veces (entre ellos Rivadavia, precursor de la deuda externa ilegítima y fraudulenta de nuestro país). Los grandes estancieros y comerciantes acaudalados querían una independencia “barata”, que no les costara ni sus negros ni su hacienda. Fue el entusiasmo popular el que protagonizó, dejando el pellejo y sin pedir nada a cambio.
Por eso tuvo San Martín que escribir en julio de 1820, desde Valparaíso luego de la liberación de Chile: “Voy a dar libertad al Perú, pero antes de mi partida quiero plantear ciertas quejas: después de 10 años de sacrificio por la independencia, las Provincias Unidas han entrado en una guerra civil de todos contra todos. Yo no quiero participar en ella. Por esa razón no envié mi ejército a Buenos Aires. He demostrado no ser cobarde en batallas por la independencia de América pero jamás usaré mi espada contra mis hermanos”.
No es como aún sostienen historiadores contemporáneos, como John Lynch, que dice: “El juicio político no era algo instintivo para San Martín. La política le resultaba un mundo ininteligible, y necesitaba consejeros…”. Mejor habría que decir que (aunque tuvo consejeros) eligió la posición de librar hasta el final la lucha por la independencia, que era toda una definición política. Y también se observa que su instinto político funcionó muy bien al decidir seguir su plan hacia Perú en vez de “bajar” a Buenos Aires a ponerse a las órdenes de esa oligarquía centralista que ya pintaba para ser dura con los de adentro (por ejemplo con las provincias) y tierna con las potencias (como los británicos).
En todo caso, la maldición para San Martín (y posteriormente también para Bolívar) fue que allá donde iba (el Perú) también se encontraría con similares problemas. Buenos Aires no tenía el monopolio de los grupos oligárquicos: en Lima, Caracas o Quito también existían esos grupos que se inclinaban a conservar las herencias feudales y esclavistas de la colonia. Por lo tanto la “patria grande” latinoamericana fue “trozada” no sólo, en aquel momento, por la acción de las potencias europeas, sino especialmente por los intereses de minorías criollas pudientes.