[Vamos! Nº 54] 16 de junio de 1955.
Cuarenta minutos pasado el mediodía de aquel jueves 16 de junio de 1955, encapotado y laborable, veinte aviones de la Armada iniciaron el bombardeo y ametrallamiento por sorpresa de la Plaza de Mayo, con epicentro en la Casa Rosada en un intento por terminar con el gobierno del presidente Juan Domingo Perón que había sido reelegido sólo tres años atrás con el 68% de los votos. Hasta hoy nunca se conocieron cifras precisas sobre el número de masacrados por la metralla y las bombas lanzadas desde los aparatos de la aviación naval.
El golpismo antiperonista venía de tiempo atrás. Como antecedentes se puede mencionar el golpe fallido del 28 de septiembre de 1951, donde efectivos del Ejército, la Marina y la Aeronáutica, al mando del general retirado Benjamín Menéndez, intentaron derrocar al gobierno del presidente Perón.
Perón había triunfado en las elecciones. Pero, por sus limitaciones de clase, no avanzó en movilizar a las masas populares para aplastar a los golpistas que en otros tiempos habían conformado la Unión Democrática contra Perón, fogoneada por los EEUU.
El 15 de abril de 1953, con motivo de un acto oficialista con Perón como orador, un “comando civil” hizo explotar dos bombas: una de ellas en el andén de la estación Plaza de Mayo de la Línea A de los subterráneos porteños. Hubo muertos y heridos.
El 16 de junio de 1955, a las 13hs en medio del bombardeo, el secretario general adjunto de la CGT, Hugo Di Pietro, convocó a los trabajadores de Capital Federal y conurbano con un llamado general: “Compañeros, el golpe de Estado ha comenzado. Todos los trabajadores deben reunirse en los alrededores de la CGT, donde recibirán instrucciones”.
Los trabajadores, efectivamente, comenzaron a llegar a la zona poco después, en camiones fletados por los sindicatos y por la Fundación Eva Perón y en ómnibus tomados por ellos mismos, congestionando los accesos al centro.
Los primeros trabajadores en llegar a la zona recibieron unas pocas armas de puño, con las que se desparramaron por las recovas de Paseo Colón para hostigar a los infantes de Marina. Otros manifestantes se dedicaron a atender a los heridos y otros, por fin, asaltaron una armería en Constitución y otra en Tucumán y San Martín. Perón quiso pararlos para que “no corriera más sangre”; pero el emisario no llegó a entregar el mensaje.
Una situación similar se presentó posteriormente en vísperas al golpe de Estado del mes de setiembre del mismo año, cuando Di Pietro –ahora ya secretario general de la CGT– el 7 de septiembre presentó una nota oficial de la central sindical al ministro de Ejército, general Franklin Lucero, poniendo a su disposición “reservas voluntarias de obreros” para defender las conquistas sociales. Fue rechazada de plano. Algunos, azorados, lo compararon con las milicias armadas en la Guerra Civil española.
Esta desconfianza hacia los trabajadores –mientras el gobierno era acechado por los golpistas donde se entrelazaban la oligarquía y el imperialismo– evidencia el doble carácter de ese gobierno y esa burguesía nacional, que si bien había llevado adelante medidas sociales de importancia y nacionales estratégicas, por su rol explotador de la clase obrera era incapaz de liderar un proceso liberador sobre los enemigos de la patria que acechaban.
Finalmente en la semana del 16 al 23 de septiembre se concretaría el golpe fascista llamado “Revolución Libertadora”, encabezado por el general Eduardo Lonardi, que derrocó al general Perón después de tres días de enfrentamientos, durante los cuales murieron unas 4 mil personas.
El golpe fue apoyado por la mayoría de los partidos políticos que se habían opuesto al peronismo, la Iglesia, la Sociedad Rural, las cámaras empresarias, la banca y la embajada de los Estados Unidos que en un cable secreto señalaba las “convicciones y motivaciones democráticas” del nuevo gobierno.